Se cierra una puerta y el dedo queda atrapado. Se necesita llegar puntual a un encuentro, pero una congestión de vehículos impide el paso. Se espera que el equipo de fútbol favorito gane, pero pierde por goleada. En esos momentos, hay personas que dicen palabrotas o malas palabras. Necesitan decirlas. ¿Hacen bien?


Antes, la cuestión de las malas palabras no se considera un tema serio y digno de investigación científica. Se creía que era un signo de agresividad, de un dominio limitado del lenguaje o incluso de poca inteligencia. Sin embargo, esa percepción de las malas palabras empieza a cambiar.


Días atrás, un equipo de investigadores del Reino Unido y Suecia publicaron un estudio que titularon “El poder del maldecir: Lo que sabemos y lo que no”. Fue difundido en la revista Lingua. Hicieron una revisión de más de 100 artículos académicos sobre el maldecir que fueron llevados a cabo en distintas disciplinas.


El estudio sugirió que el uso de palabras tabú puede afectar profundamente a la forma de pensar, actuar y relacionarnos. Decir palabrotas es, por su propia naturaleza, “una actividad tabú”. A menudo se sanciona socialmente a la persona que las dice, o se castiga, a través de una variedad de mecanismos informales y formales, como por ejemplo, multas, desaprobación social, censura, eliminación, señalaron en el estudio los investigadores Kristy Beers Fägersten, de la Universidad de Södertörn en Suecia, junto con Richard Stephens, Catherine Loveday y Karyn Stapleton de diferentes universidades del Reino Unido.


Sin embargo, esa percepción negativa de las malas palabras no disminuye en absoluto la frecuencia o la difusión de su uso. Por el contrario, que las palabrotas persistan como tabú “es clave para su poder como actividad lingüística”, afirmaron los investigadores.


Se suele asociar a las palabrotas con la catarsis, es decir, con la liberación de emociones fuertes. “Es innegable que es diferente -y más potente- de otras formas de uso del lenguaje. Curiosamente, para los hablantes de más de una lengua, la catarsis es casi siempre mayor cuando se jura en la primera lengua que en las lenguas aprendidas posteriormente”, afirmaron.


Decir palabrotas despierta las emociones, como el aumento de la sudoración y, a veces, del ritmo cardíaco. Estos cambios sugieren que decir palabrotas puede desencadenar la función de “lucha o huida”. Las investigaciones neurocientíficas sugieren que decir palabrotas podría estar localizado en partes del cerebro diferentes a las de otras regiones del habla.


Al pronunciarlas, se pueden activar partes del “sistema límbico”, que incluye a los ganglios basales y la amígdala en el cerebro. Estas estructuras profundas están implicadas en aspectos del procesamiento de la memoria y las emociones que son instintivos y difíciles de inhibir. Esto podría explicar por qué las palabrotas pueden permanecer intactas en personas que han sufrido daños cerebrales y tienen dificultades para hablar.


Ya hubo experimentos de laboratorio que demuestran los efectos cognitivos del maldecir. Las palabrotas llaman más la atención y se recuerdan mejor que otras palabras. Pero también interfieren en el procesamiento cognitivo de otras palabras o estímulos, por lo que parece que las palabrotas también pueden entorpecer el pensamiento, según el equipo de la doctora en neuropsicología Loveday.


En otro estudio publicado en Language Sciences un grupo de investigadores comparó la fluidez general al hablar, medida por un Test de Asociación de Palabras Orales Controlado (COWAT), con la fluidez de palabras tabú y la fluidez de palabras de animales.


El examinador elige una letra y pedía al sujeto de la prueba que enumere tantas palabras como pueda que empiecen por esa letra. Luego, se repetía la tarea y se le pedía al sujeto que enumere las palabrotas que empiezan por esa letra. Por último, le pedían que enumere animales cuyos nombres empiecen por esa letra. Se observó que cuantas más palabras malsonantes se pueden generar, más palabras regulares se generan también. Es decir cuantas más palabras se usan, más malas palabras se conocerán.


Otro trabajo que se hizo en el Reino Unido y se publicó en la revista Frontiers Psychology evaluó a las malas palabras como respuesta al dolor. Se le exigió a un grupo de personas que sumergieran una mano en agua helada. Se observó que vocalizar una palabrota provoca una mayor tolerancia al dolor y un mayor umbral de dolor en comparación con las palabras neutras. Otros estudios han encontrado un aumento de la fuerza física en las personas después de decir palabrotas.


Pero decir palabrotas también afecta a nuestras relaciones con los demás. La investigación en comunicación y lingüística ha demostrado que hay una serie de propósitos sociales distintivos de las palabrotas: desde expresar agresividad y causar ofensa hasta crear vínculos sociales, humor y contar historias.


Cuando se trata de malas palabras, conviene aclarar de qué se habla, aconsejó Juan Eduardo Tesone, médico psiquiatra por la Universidad de París XII en Francia, miembro titular de la Asociación Psicoanalítica Argentina y profesor emérito de la Universidad del Salvador. “Los insultos contra figuras religiosas se consideran blasfemia. Si bien suele ser un tabú, el ser humano encuentra cierto placer en la transgresión de profanar lo sagrado. Algo parecido ocurre con los insultos, ya sean dirigidos a otra persona o a sí mismo”, afirmó.


Para el doctor Tesone, las malas palabras “suelen tener contenidos sexuales o escatológicos. Tienen un valor puramente exclamativo, diferente a las interjecciones y consisten en gritos o palabras bruscas que se dejan escapar para expresar un sentimiento vivo y súbito. En general, tienen el valor de liberar pulsiones agresivas hacia un otro o hacia uno mismo”.


Pero según el experto maldecir puede generar más inconvenientes en relación al lazo social con otras personas. Resaltó “medir las palabras y evitar la violencia verbal, tiene más beneficios que descargar impulsivamente palabras que, al igual que dardos, dañen al otro a sí-mismo”.


En tanto, Jorge Catelli, psicoanalista, miembro titular en función didáctica de la Asociación Psicoanalítica Argentina y profesor e Investigador de la Universidad de Buenos Aires, comentó: “Las malas palabras son una sustitución de una acción. Remiten a elementos vinculados tabúes, que están vinculadas con prohibiciones culturales, como el incesto, el erotismo, la sexualidad”.


Cuando el primer piedrazo -señaló Catelli, se reemplazó por una mala palabra, se puede decir que empezó la cultura. En las diversas culturas que tienden a usar malas palabras relacionadas con lo anal y remiten a los modos más primitivos de la agresión. La elaboración mayor de las malas palabras -como ´cagar a piñas´ y otras están relacionadas con satisfacciones pregenitales de la infancias y marcan distintos modos de la violencia”.


¿Conviene entonces decir malas palabras? La psicóloga de la Clínica Cleveland de los Estados Unidos Grace Tworek consideró que si bien decir palabrotas tendría beneficios para la salud y algunas correlaciones con rasgos positivo, prefiere aconsejar el viejo dicho: si no se tiene algo bueno para decir, mejor no digas nada. “Lo más importante que saco de estos hallazgos de estudios científicos -expresó- sobre las malas palabras es no hacer juicios rápidos sobre alguien basándose en su forma de presentarse”.


“El poder de las malas palabras no reside en las palabras en sí mismas sino que está en la intención y la emoción de la comunicación tanto del que habla como el que escucha”, dijo Sergio Grosman de la Asociación de Psiquiatras Argentinos (APSA). Por ejemplo, en la Argentina no es lo mismo decir “¿Cómo estás, boludo” (como saludo) que “hace tiempo que te haces el boludo” (como reclamo).


“Es interesante que ahora se sabe que las malas palabras están asociadas a reducción del dolor. Podrían considerarse que al expresar el enojo, el sujeto se está preparando como una agresión física”, comentó.


“Considero que no conviene usar malas palabras en vínculos de intimidad porque se puede lastimar al otro. No conviene tampoco usarlas con un niño porque se daña su autoestima, y da un ejemplo de mal control de los impulsos para gestionar la vida cotidiana”.


- infobae