Resulta muy curioso reflexionar acerca del escaso conocimiento que tenía la gente corriente sobre epidemias y pandemias hasta el inicio de la actual crisis sanitaria. Consideremos dos aspectos muy importantes. Por un lado, la cantidad de información especializada y las alertas que científicos y especialistas han emitido a lo largo de la historia. Por otra parte, la ignorancia o indiferencia de no haber notado los millones de víctimas que se ha cobrado la humanidad, sin reparar en qué lugar, de qué raza o condición social.


Es curioso, además, adentrarse en el análisis porque se detecta fácilmente que las pérdidas superan, con amplia comodidad, las de las guerras que se han sucedido en miles de años. Esas guerras que sí llenan con millones de libros las bibliotecas del mundo, y sus héroes y villanos han cruzado por nuestras vidas en películas, novelas y todo formato social conocido hasta nuestros días. Es arriesgado imaginar, sin embargo, qué mecanismos desencadena en la psiquis humana el hecho de una enfermedad desconocida generalizada que, una vez superada, genera negación y vuelta de página, y pasa al arcón de los recuerdos.

Lego absoluto en psicología, arriesgo que se deba, quizás, a un ancestral miedo a lo desconocido, a lo que está absolutamente fuera de control y ajeno al accionar humano. Lleva mucho tiempo encontrar una respuesta, a veces a cientos de años de ocurrida la crisis. Hasta las guerras, aun las más demenciales, dependen del “control” humano, tienen un final, un victorioso y un derrotado, generan altos costos, pero permanecen en la esfera de la política, del accionar de hombres y mujeres, y dan la sensación de un final previsible y esperable.


Hoy, cursamos un complejo tercer año de una pandemia devastadora, que entra a nuestras casas miles de veces a diario, a través de redes y medios globales de información, como no había ocurrido nunca antes en la historia. Los optimistas esperamos con ansias el momento en el que, sin liberarnos totalmente del flagelo, veamos el pasaje de la actual pandemia a una endemia, que, como la gripe, nos obligue a convivir con ella, pero volviendo a la tan anhelada normalidad.   

DE LA “PLAGA DE JUSTINIANO” AL COVID-19

Hagamos una apretada síntesis de cuánto hemos sufrido en el pasado para intentar imaginar cómo será el final de este ciclo tan dramático y qué consecuencias pueden esperarse.


La primera gran epidemia de la que se tiene memoria fue la llamada “plaga de Justiniano”, que afectó al Imperio bizantino en el bienio 541-542 y provocó la muerte de entre 30 y 50 millones de personas. La bacteria que le dio origen, la Yersinia pestis, fue la misma que provocó la famosa “peste negra” entre 1346 y 1353, con un saldo de alrededor de 200 millones de muertos. En 1859, el médico y bacteriólogo franco-suizo Alexandre Yersin determinó que las pulgas de las ratas negras eran el huésped de esa bacteria. Dadas las características de las lesiones que provocaba en el cuerpo humano, es decir, la inflamación de los ganglios linfáticos, a esta enfermedad también se la conoció́ como “peste bubónica”. Volvió a emerger en distintas oportunidades a lo largo de la historia. La última de ellas, la denominada “tercera pandemia”, se inició en Yunnan (China) en 1855 y dejó un saldo de 12 millones de víctimas mortales.


Si avanzamos hasta comienzos del siglo XX, nos encontramos con la “gripe española”, provocada por un brote de influenza virus A del subtipo H1N1, que estalló en 1918. Durante los siguientes dos años, provocó alrededor de 50 millones de muertes en todo el mundo. En el verano boreal de 1920, la sociedad acabó por desarrollar una inmunidad colectiva contra esta enfermedad, aunque el virus no desapareció́ nunca por completo. De hecho, ese mismo tipo de influenza fue la causante de la primera pandemia del siglo XXI, la de la denominada “gripe A”, que estalló en marzo de 2009 en Norteamérica y se extendió hasta septiembre de 2010, cuando perdió fuerza a partir del tratamiento con una serie de antivirales que demostraron ser ineficaces contra el virus.


La actual crisis sanitaria del COVID-19, cuyo primer caso clínico se detectó en Wuhan (China) en diciembre de 2019, cuenta con dos antecedentes inmediatos de la familia de “coronavirus”: el SARS-CoV y el MERS-CoV. El primero de ellos, el síndrome respiratorio agudo severo, se originó en China en noviembre de 2002; mientras que el segundo tuvo su origen en Arabia Saudita en septiembre de 2012. Los tres son de origen zoonótico, es decir que sus primeros huéspedes fueron especies animales y de ahí saltaron a los seres humanos. Al cabo de dos años, con unos 350 millones de contagios y unos 6 millones de víctimas fatales, se presume que entre fines de 2022 y comienzos de 2023, el COVID-19 pasará a ser endémico, gracias a las campañas de vacunación en todo el mundo y a la menor letalidad de las últimas variantes del virus.


PANDEMIA, NUEVAS TECNOLOGÍAS… ¿Y CONCIENCIA AMBIENTAL?

El eventual próximo cambio del estado de la enfermedad, de pandémico a endémico, se da en un nuevo escenario inédito, que ha caracterizado las primeras dos décadas del siglo XXI. No hay nada nuevo que agregar, pero estamos en presencia de una serie de fenómenos que incrementan enormemente la incertidumbre de los caminos que nos esperan: la tecnología, la aldea global, la instantaneidad de la información, la poca injerencia o la falta de autoridad real de las organizaciones mundiales para enfrentar problemas complejos, las fuertes tensiones políticas en todo el planeta, la influencia de nuevos actores internacionales no estatales (Facebook, Twitter y Tik-Tok) y el sorprendente avance cotidiano de la inteligencia artificial.


Todos estos fenómenos abren un panorama muy incierto que suma, como colofón, el maltrato al planeta y la falta de acción cierta, mancomunada y correctamente dirigida a solucionar los desafíos que nos presenta el cambio climático. En este sentido, resulta paradójico que hoy se gasten cientos de miles de millones de dólares para resolver el gravísimo problema epidemiológico, mucha más inversión que las elementales medidas requeridas para proteger al mundo de la agresión constante al ambiente en el que vivimos. Es justamente en esa incorrecta y descontrolada interacción donde nace el desastre actual en el que se encuentra sumido el planeta.


¿Qué esperar entonces? La historia universal nos dice que cada tragedia mundial ha traído, además de calamidades, dolor y muerte, importantes saltos en el progreso de la vida cotidiana. Lo atestiguan las grandes guerras y también la medicina y la farmacología en situaciones como la actual. Los cambios llegan, en su gran mayoría, para quedarse y seguramente algunos aún nos son desconocidos.


Se están implementado diversos cambios que quedarán en la cotidianidad futura: una mayor presencia del estado y del control de las libertades individuales, una revalorización del gasto público en salud, una nueva visión sobre el ingreso universal por hijo y sobre el teletrabajo, así como modificaciones profundas en áreas de educación y sistemas de trabajo, entre otros. Tal vez, siendo optimistas, desarrollaremos una mayor conciencia colectiva en lo ambiental y en el cuidado personal. Permanecerán, por supuesto, los fanáticos, sean terraplanistas o antivacunas, ya que al necio no hay evidencia que le sirva.


EL FIN DE LA PANDEMIA Y SUS DRAMÁTICAS SECUELAS

¿Cuándo, de verdad, llegará el fin de la pandemia? Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero estudiosos y académicos coinciden en que requiere de dos condiciones: una es que caigan la incidencia y la tasa de mortalidad; y la otra, quizás más importante aún, está relacionada con lo sociológico. ¿A qué nos referimos con esto último? Se trata del impacto, a nivel social, de lo que ocurre cuando la “epidemia de miedo” a la enfermedad disminuye o se pierde.


En una interesante nota del New York Times de mayo de 2020, se cita a la doctora Susan Murray, del Royal College of Surgeons, en Dublín, quien se atrevió́ a tratar a un inmigrante que podía tener el virus del ébola, pese al terror reinante en ese momento. Al respecto, Murray escribió: “Si no estamos preparados para luchar contra el miedo y la ignorancia de la misma manera activa y reflexiva con la que luchamos contra cualquier otro virus, es posible que el miedo pueda causar un daño terrible en la gente vulnerable, incluso en lugares que nunca ven un solo caso de infección durante un brote. Y una epidemia de miedo puede tener consecuencias mucho peores cuando se complica por cuestiones de raza, privilegio e idioma”.


No hay duda de que este largo y traumático tiempo dejará secuelas, muchas de ellas dramáticas. Ojalá algunas apunten a que los seres humanos seamos mejores, a que cuidemos el ambiente y nos cuidemos a nosotros mismos, y que el miedo dé lugar a un temor respetuoso por la naturaleza, por el otro, y nos permita vivir en un mundo más justo. Todos debemos entender que la globalización extrema pone al más pobre y al más desvalido a golpear la puerta del más magnífico de los palacios.


Mientras llega la hora, no nos relajemos y sigamos respetando las normas sanitarias y cumpliendo con las directivas de las autoridades de salud. Podemos sumarle, así, empatía y solidaridad a este mundo tan golpeado.



Fuente: Infobae



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