Por Sixto Vladimir Marrero

Al formalizar una relación de noviazgo, todos hemos oído hablar del famoso anillo de compromiso, anhelado por las mujeres y causante de dolores de cabeza para muchos hombres.


Si nos adentramos en la tradición y el significado de este gesto, algunos habrán escuchado algún comentario, pero pocos conocerán su origen.


Esta costumbre se originó en Australia en 1947, cuando el Archiduque Maximiliano le entregó a Maria Bergoña un anillo de oro con un diamante como muestra de su amor.


Aunque se dice que en la antigüedad, los hombres romanos regalaban anillos a sus esposas como símbolo de unión y pertenencia.


Los componentes del anillo tienen un significado profundo: un aro de metal precioso, preferiblemente oro o plata, cuya forma circular simboliza que el amor prometido no tiene principio ni fin, y un diamante como signo de confianza, compromiso y eternidad.


Los diamantes son prácticamente indestructibles y duraderos. En 1947, el francés Gerety creó el eslogan más famoso del siglo XX: "Un diamante es para siempre".


Antiguamente, la novia recibía el anillo que se colocaba en el tercer dedo de la mano izquierda, creyendo que en él se encontraba la vena llamada "amoris", la vena del amor que corre directamente hacia el corazón.


Como respuesta al compromiso y a la propuesta, la novia solía regalar un reloj al novio, simbolizando que lo amaría todo el tiempo.


Ahora nos planteamos: ¿El valor económico del anillo se traduce en el amor del novio por la novia? ¿Es necesario seguir una tradición que a menudo nos endeuda para que las mujeres sientan la emoción de la felicidad?


Si profundizamos en este tema, cada persona tendrá su punto de vista, ya sea considerando que el amor no se compra y debe ser auténtico, o deseando mantener la tradición que encierra cierto romanticismo. Sin embargo, pienso que el amor debe ser genuino, sin importar los objetos materiales, y que un anillo no marca la diferencia ni garantiza un amor eterno.

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